A veces uno ve las noticias y se pregunta si está viendo una película de bajo presupuesto o una tragicomedia nacional. El problema es que la función no termina nunca, y los actores siguen improvisando sobre un guion que parece eterno. Promesas que se esfuman como humo, versiones oficiales que mutan según convenga, héroes de cartón que acaban siendo villanos, y una audiencia —nosotros— que aplaude, se indigna o simplemente se va a dormir resignada.
Bolivita nació de esa sensación. No
como personaje, sino como espejo. Un reflejo distorsionado pero reconocible de
lo que pasa cuando la política deja de ser gestión y se convierte en narrativa.
Y no una buena narrativa, no. Más bien una de esas que se escriben a toda
carrera, sin coherencia, con personajes que cambian de motivaciones de un
capítulo a otro.
Cuando escribí «Bolivita», no
estaba inventando un mundo nuevo. Estaba transcribiendo lo que ya había visto,
lo que otros han vivido, lo que aún seguimos atravesando. No es solo Venezuela
—aunque claro, ese fue mi punto de partida—. Es un fenómeno que se repite:
cuando el poder se siente intocable, la verdad se vuelve opcional, y la
realidad se convierte en decorado.
Lo irónico es que la ficción, la
buena ficción, al menos se esfuerza por tener lógica. El absurdo, en cambio,
tiene licencia de Estado. En Bolivita hay locura, sí, pero también lucidez
disfrazada. Un personaje que se cree prócer y acaba diciendo verdades que nadie
se atreve a soltar. Porque a veces solo los “locos” tienen permiso para hablar
claro.
Y ahí está el detalle: esta ficción
no vive en las páginas de un libro. Vive en la calle, en la bodega, en la cola
para el pasaporte, en el celular que no carga. Son historias que sangran, que duelen,
que cargan apellido y número de cédula. Afectan familias, desgarran
trayectorias, destruyen futuros. No hay nada más real que eso.
«Hasta que alcancen las lechugas» y
«Valió la pena» completan ese mapa de lo cotidiano convertido en fábula amarga.
No hacen denuncias explícitas, pero quien haya vivido el exilio, la censura, la
desesperanza, sabrá reconocer los códigos. Son cuentos, sí, pero no se leen con
ligereza. Porque detrás de cada línea hay una vida, y detrás de cada silencio,
una omisión con consecuencias.
Escribo porque me niego a aceptar
que el olvido gane. Escribo porque las historias también son resistencia. Y
porque en esta tragicomedia que nos tocó vivir, a veces hace falta una voz que
diga lo obvio, aunque duela.
Y si todo esto parece una ficción, es porque la realidad, en ocasiones, ya no da para más.
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Si quieres leer el primer capítulo de Bolivita, pulsa AQUÍ. Tal vez en sus páginas encuentres una ficción que te parece conocida. Si es así, coméntalo.
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