Un viaje a lo que somos, contado sin etiquetas, sin discursos, con humanidad.
No escribí Bolivita para definir a Venezuela.
Tampoco para ofrecer respuestas. Lo escribí para poner sobre la mesa una
muestra honesta —y un tanto incómoda— de lo que seguimos siendo cuando el ruido
baja y queda lo esencial. A través de tres relatos —Bolivita, Hasta
que alcancen las lechugas y Valió la pena— intento reflejar, con lo
que tengo, una venezolanidad que no grita ni posa. Una que se vive. Que duele.
Que sobrevive. Una venezolanidad hecha de calidez, resiliencia, afecto
desbordado... pero también de contradicciones que nos interpelan.
En el primer relato, Bolivita, quise colocar al
centro una figura que perturba: un hombre que muchos llaman “loco”, pero que
guarda una coherencia íntima que otros ya han perdido. En su andar errático y
su discurso vibrante hay una necesidad profundamente reconocible: la de hablar,
incluso cuando ya nadie quiere escuchar. Pero él no está solo. Diógenes lo
observa, lo deja entrar, se transforma. Luisana acompaña sin pedir foco, como
tantas mujeres que han sostenido casas, historias y esperanzas. Y los niños…
los niños escuchan. Ellos aún pueden. Y no están solos: los adultos, desde los
bordes, observan en silencio. Algunos cruzan los brazos, otros apartan la
mirada, pero casi todos —en su manera discreta— se hacen presentes. Hay respeto
y solidaridad, incluso ternura. Porque algo en ese "loco" los
interpela, los conmueve, los obliga a quedarse. Como si reconocieran, en su
delirio, una verdad que no se atreven a nombrar. Cada uno representa algo que
reconozco en nosotros: resiliencia, creatividad, memoria que se traspasa sin
manuales. Esa manera de hallar sentido incluso en el caos —a veces con humor, a
veces con ternura— dice mucho de quiénes somos.
Hasta que alcancen las lechugas es otra cosa. Más íntimo. Más doméstico. Carmen, la
protagonista, es alguien que aprendió a no mostrar lo que siente. Pulgarcito,
su inseparable mascota, dice por ella lo que no se atreve a decir. Y eso no es
menor: los cuerpos —incluso los de los animales— a veces son más elocuentes que
las palabras. Anselmo está, como tantos hombres que aman sin ruidos. Ernesto
aparece, como el amigo que no hace falta llamar. Y Arquímides, ambiguo pero
humano, deja ver que incluso en los márgenes hay códigos. Lo que busqué aquí
fue dejar constancia de esa fuerza callada, de esa solidaridad que no necesita
testigos. También del ingenio que, aunque nace de la escasez, termina siendo
parte de nuestra identidad.
Valió la pena,
el tercero, me permitió imaginar el después. No un después glorioso, sino uno
real: con cenizas, con pausa, con ganas de compartir sin muchas explicaciones.
Diez años después de un giro que no describo, los personajes, anónimos como
cada uno de nosotros, simplemente están. Algunos se ríen, otros se abrazan.
Todos cargan algo. Y eso también somos. Una comunidad que, aunque rota, se
sienta junta cuando puede. Aquí intenté decir sin decirlo que también sabemos
reconstruirnos. Que la nostalgia, aunque a veces nos atrapa, puede también
darnos el impulso para seguir.
Al analizar los personajes que fueron saliendo, sin
buscarlos, de mi imaginación, me di cuenta de que ellos iban revelando, uno a
uno, una forma de estar en el mundo que no se aprende en libros. Está en la
manera en que se relacionan, en cómo sobreviven al desencanto, en cómo cuidan
lo que queda. La suma de sus gestos, de sus vacíos, de sus decisiones, es lo
que he entendido como venezolanidad. No idealizada. No heroica. Humana.
Compleja. A veces contradictoria. A veces demasiado inclinada a la
improvisación, al “resolver” sin mirar consecuencias. Pero siempre viva.
No escribí Bolivita para explicar a Venezuela. Pero
si al leerlo alguien se reconoce —aunque sea en un detalle, en una mirada, en
una reacción— entonces valió la pena. Si sirve para quienes están lejos y
quieren volver, aunque sea por unas páginas. Si ayuda a quienes buscan
literatura venezolana contemporánea sin adornos ni disfraces. Si acompaña a
quienes sienten que los relatos del exilio venezolano también ocurren adentro,
en la sala de su casa. Si alguien lo encuentra entre los tantos libros sobre
Venezuela y decide quedarse porque hay verdad en lo pequeño, entonces tiene
sentido.
No es un libro perfecto. No lo pretendí. Pero está escrito
desde lo que duele, desde lo que se ama, desde lo que aún importa. Desde eso
que, sin decirlo a gritos, sigue diciendo: esto también es ser venezolano.
Este fragmento que nos hablas nos invita a hacer introspección del proceso que hemos vivido individualmente con el pasar de los años los venezolanos. Gracias por ser constante y siempre dejarnos tus palabras cargadas de energía y motivación Gustavo.
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