lunes, 23 de junio de 2025

Ilusiones de mármol

Algunas historias no se escriben. Se revelan. Nacen del silencio, de mirar lo que pasa mientras creemos que no pasa nada. «Ilusiones de mármol» es una de esas. Un texto que escribí hace un tiempo y que hoy vuelve para abrir una nueva etapa en este blog. No pretendo grandes escenarios, solo compartir miradas que tal vez, como a mí, te inviten a detenerte. Gracias por estar. Eso ya lo cambia todo.


Ilusiones de mármol

Mi mayor ilusión es seguir teniendo ilusiones. José Narosky 

Una ligera lluvia le ha dado la bienvenida al día y los caminantes abrevian su andar al pisarme. Sus pasos, más precavidos que de costumbre, no ocultan nada para mí. Tengo el don de apreciar la delicada pisada de la damisela y la gentil pisada del caballero, la humilde pisada del pobre y la ostentosa pisada del rico, la asidua pisada del vecino y la curiosa pisada del visitante, la vivaracha pisada del niño, la vigorosa pisada del joven, la equilibrada pisada del adulto y la tambaleante pisada del anciano.

Me ilusiono cuando reconozco la segura pisada de quien sabe a dónde se dirige.

Durante mi existencia —voy para dos siglos— he soportado estoicamente el paso de millones de seres de todas las razas, religiones, ideologías y condición social. Puedo captar, por la intensidad de las pisadas, si el caminante es de izquierda, de derecha, o de cualquiera de sus matices. Percibo la aristocrática pisada del noble, la rigurosa pisada del magistrado, la lenta pisada del burócrata, la ambigua pisada del candidato, la elocuente pisada del parlamentario y la marcial pisada del militar.

Me ilusiono cuando reconozco la íntegra pisada de quien es honesto en sus intenciones y en su proceder.

Podrás encontrarme cuando ingreses a la Plaza Mayor por la entrada sur. Soy el tercer escalón. Si me observas con atención notarás que estoy revestido de mármol gris y si decides investigar descubrirás mi origen mediterráneo. Soy un producto de la imaginación y del esfuerzo de muchas personas que aportaron sus diferentes conocimientos y habilidades para hacerme una realidad. Soy capaz de advertir la abnegada pisada del médico y la desprendida pisada de la enfermera, la meticulosa pisada del contable y la calculadora pisada del ingeniero, la diligente pisada del ejecutivo y la ruda pisada del obrero, la astuta pisada del comerciante y la convincente pisada del vendedor, la bohemia pisada del artista y la laboriosa pisada del artesano, la piadosa pisada del sacerdote y la sabia pisada del maestro.

Me ilusiono cuando reconozco la esmerada pisada de quien gusta de hacer bien lo que hace.

He sobrevivido a tres remodelaciones, varios temblores y dos terremotos, a miles de protestas, numerosas revueltas populares y decenas de gobernantes. Puedo adivinar las intenciones de los andantes y así identifico la huidiza pisada del ladronzuelo, la escalofriante pisada del asesino, la falsa pisada del estafador, la desleal pisada del traidor, y también la generosa pisada del filántropo y la ejemplar pisada del virtuoso.

Me ilusiono cuando reconozco la inspiradora pisada de quien hoy decidió hacer, o seguir haciendo, el bien a sus semejantes.

No me afecta el clima de la naturaleza, pero sí el que emana del sentir de los caminantes solitarios. Reconozco la melancólica pisada del pesimista y la eufórica pisada del optimista, la atormentada pisada del que sufre y la alegre pisada de quien es feliz, la rencorosa pisada del resentido y la desinteresada pisada del agradecido, la nostálgica pisada de quien añora y la idealista pisada del visionario.

Me ilusiono cada vez que reconozco la sosegada pisada de quien se encuentra en paz consigo mismo.

Soy consciente de que un solo escalón no hace una escalera. Me entusiasman los transeúntes que comparten su andar y puedo diferenciar la despreocupada pisada de los colegiales y la vivaz pisada de los universitarios, las atléticas pisadas de los deportistas y las rítmicas pisadas de los músicos, la encubridora pisada de los compinches y la etérea pisada de los enamorados.

Me ilusiono cada vez que reconozco la fraternal pisada de quienes, juntos, dan un aporte positivo a la sociedad.

Acabo de soportar la autoritaria pisada del poderoso. Comentaba a sus acompañantes de servil pisada su decisión de reconstruir completamente la plaza para adecuarla a los tiempos modernos. Percibí entonces cómo avanzaban, presurosas, las codiciosas pisadas de los contratistas.

No sé si podré volver a ilusionarme.

lunes, 16 de junio de 2025

No es una historia, son tres espejos

Un viaje a lo que somos, contado sin etiquetas, sin discursos, con humanidad.

No escribí Bolivita para definir a Venezuela. Tampoco para ofrecer respuestas. Lo escribí para poner sobre la mesa una muestra honesta —y un tanto incómoda— de lo que seguimos siendo cuando el ruido baja y queda lo esencial. A través de tres relatos —Bolivita, Hasta que alcancen las lechugas y Valió la pena— intento reflejar, con lo que tengo, una venezolanidad que no grita ni posa. Una que se vive. Que duele. Que sobrevive. Una venezolanidad hecha de calidez, resiliencia, afecto desbordado... pero también de contradicciones que nos interpelan.

En el primer relato, Bolivita, quise colocar al centro una figura que perturba: un hombre que muchos llaman “loco”, pero que guarda una coherencia íntima que otros ya han perdido. En su andar errático y su discurso vibrante hay una necesidad profundamente reconocible: la de hablar, incluso cuando ya nadie quiere escuchar. Pero él no está solo. Diógenes lo observa, lo deja entrar, se transforma. Luisana acompaña sin pedir foco, como tantas mujeres que han sostenido casas, historias y esperanzas. Y los niños… los niños escuchan. Ellos aún pueden. Y no están solos: los adultos, desde los bordes, observan en silencio. Algunos cruzan los brazos, otros apartan la mirada, pero casi todos —en su manera discreta— se hacen presentes. Hay respeto y solidaridad, incluso ternura. Porque algo en ese "loco" los interpela, los conmueve, los obliga a quedarse. Como si reconocieran, en su delirio, una verdad que no se atreven a nombrar. Cada uno representa algo que reconozco en nosotros: resiliencia, creatividad, memoria que se traspasa sin manuales. Esa manera de hallar sentido incluso en el caos —a veces con humor, a veces con ternura— dice mucho de quiénes somos.

Hasta que alcancen las lechugas es otra cosa. Más íntimo. Más doméstico. Carmen, la protagonista, es alguien que aprendió a no mostrar lo que siente. Pulgarcito, su inseparable mascota, dice por ella lo que no se atreve a decir. Y eso no es menor: los cuerpos —incluso los de los animales— a veces son más elocuentes que las palabras. Anselmo está, como tantos hombres que aman sin ruidos. Ernesto aparece, como el amigo que no hace falta llamar. Y Arquímides, ambiguo pero humano, deja ver que incluso en los márgenes hay códigos. Lo que busqué aquí fue dejar constancia de esa fuerza callada, de esa solidaridad que no necesita testigos. También del ingenio que, aunque nace de la escasez, termina siendo parte de nuestra identidad.

Valió la pena, el tercero, me permitió imaginar el después. No un después glorioso, sino uno real: con cenizas, con pausa, con ganas de compartir sin muchas explicaciones. Diez años después de un giro que no describo, los personajes, anónimos como cada uno de nosotros, simplemente están. Algunos se ríen, otros se abrazan. Todos cargan algo. Y eso también somos. Una comunidad que, aunque rota, se sienta junta cuando puede. Aquí intenté decir sin decirlo que también sabemos reconstruirnos. Que la nostalgia, aunque a veces nos atrapa, puede también darnos el impulso para seguir.

Al analizar los personajes que fueron saliendo, sin buscarlos, de mi imaginación, me di cuenta de que ellos iban revelando, uno a uno, una forma de estar en el mundo que no se aprende en libros. Está en la manera en que se relacionan, en cómo sobreviven al desencanto, en cómo cuidan lo que queda. La suma de sus gestos, de sus vacíos, de sus decisiones, es lo que he entendido como venezolanidad. No idealizada. No heroica. Humana. Compleja. A veces contradictoria. A veces demasiado inclinada a la improvisación, al “resolver” sin mirar consecuencias. Pero siempre viva.

No escribí Bolivita para explicar a Venezuela. Pero si al leerlo alguien se reconoce —aunque sea en un detalle, en una mirada, en una reacción— entonces valió la pena. Si sirve para quienes están lejos y quieren volver, aunque sea por unas páginas. Si ayuda a quienes buscan literatura venezolana contemporánea sin adornos ni disfraces. Si acompaña a quienes sienten que los relatos del exilio venezolano también ocurren adentro, en la sala de su casa. Si alguien lo encuentra entre los tantos libros sobre Venezuela y decide quedarse porque hay verdad en lo pequeño, entonces tiene sentido.

No es un libro perfecto. No lo pretendí. Pero está escrito desde lo que duele, desde lo que se ama, desde lo que aún importa. Desde eso que, sin decirlo a gritos, sigue diciendo: esto también es ser venezolano.

lunes, 9 de junio de 2025

La política como escenario de la ficción

A veces uno ve las noticias y se pregunta si está viendo una película de bajo presupuesto o una tragicomedia nacional. El problema es que la función no termina nunca, y los actores siguen improvisando sobre un guion que parece eterno. Promesas que se esfuman como humo, versiones oficiales que mutan según convenga, héroes de cartón que acaban siendo villanos, y una audiencia —nosotros— que aplaude, se indigna o simplemente se va a dormir resignada.

Bolivita nació de esa sensación. No como personaje, sino como espejo. Un reflejo distorsionado pero reconocible de lo que pasa cuando la política deja de ser gestión y se convierte en narrativa. Y no una buena narrativa, no. Más bien una de esas que se escriben a toda carrera, sin coherencia, con personajes que cambian de motivaciones de un capítulo a otro.  

Cuando escribí «Bolivita», no estaba inventando un mundo nuevo. Estaba transcribiendo lo que ya había visto, lo que otros han vivido, lo que aún seguimos atravesando. No es solo Venezuela —aunque claro, ese fue mi punto de partida—. Es un fenómeno que se repite: cuando el poder se siente intocable, la verdad se vuelve opcional, y la realidad se convierte en decorado.

Lo irónico es que la ficción, la buena ficción, al menos se esfuerza por tener lógica. El absurdo, en cambio, tiene licencia de Estado. En Bolivita hay locura, sí, pero también lucidez disfrazada. Un personaje que se cree prócer y acaba diciendo verdades que nadie se atreve a soltar. Porque a veces solo los “locos” tienen permiso para hablar claro.  

Y ahí está el detalle: esta ficción no vive en las páginas de un libro. Vive en la calle, en la bodega, en la cola para el pasaporte, en el celular que no carga. Son historias que sangran, que duelen, que cargan apellido y número de cédula. Afectan familias, desgarran trayectorias, destruyen futuros. No hay nada más real que eso.  

«Hasta que alcancen las lechugas» y «Valió la pena» completan ese mapa de lo cotidiano convertido en fábula amarga. No hacen denuncias explícitas, pero quien haya vivido el exilio, la censura, la desesperanza, sabrá reconocer los códigos. Son cuentos, sí, pero no se leen con ligereza. Porque detrás de cada línea hay una vida, y detrás de cada silencio, una omisión con consecuencias.  

Escribo porque me niego a aceptar que el olvido gane. Escribo porque las historias también son resistencia. Y porque en esta tragicomedia que nos tocó vivir, a veces hace falta una voz que diga lo obvio, aunque duela.

Y si todo esto parece una ficción, es porque la realidad, en ocasiones, ya no da para más. 

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Si quieres leer el primer capítulo de Bolivita, pulsa AQUÍ. Tal vez en sus páginas encuentres una ficción que te parece conocida. Si es así, coméntalo.

lunes, 2 de junio de 2025

Escribir para resistir


La primera versión de Bolivita la comencé a escribir en Caracas, una noche en que se fue la luz. La batería de la laptop estaba intacta, recién cargada, y sabía que tenía poco más de una hora por delante. En ese silencio forzado, donde cada sombra parecía una advertencia, abrí el archivo y empecé a escribir sin calcular nada. No era inspiración, era urgencia. Como si me estuvieran apagando todo, menos la voluntad. Sentí rabia, claro. Pero también una lucidez rara, de esas que llegan cuando te das cuenta de que escribir no es una opción: es una forma de resistir. Esa noche avancé más que en muchas otras, como si el apagón, en lugar de oscurecerlo todo, hubiese dejado al descubierto lo que no podía callarme más.

Desde entonces he seguido escribiendo. A veces con más calma, otras con ese impulso que uno no elige, pero que tampoco puede detener. Escribir se ha vuelto mi forma de resistir. No como bandera, ni como refugio. Como quien respira porque aún está vivo.

Cada quien enfrenta los tiempos oscuros a su modo. Algunos lo hacen de cara al poder, arriesgando su vida por una causa. Otros apenas logran mantener su casa en pie, su ánimo a flote, sus palabras limpias. Todo eso importa. Cada gesto cuenta. Porque resistir no siempre es confrontar: a veces es sostener lo que aún vale la pena. Y en ese gesto pequeño, cotidiano, también hay coraje.

Yo he elegido escribir. No porque crea que eso lo resuelve todo, sino porque me ha permitido no resignarme. Porque en las palabras he encontrado una forma de ordenar lo vivido y, a veces, de transformarlo. Bolivita nació así: no como un personaje, sino como una necesidad. Decía lo que otros pensaban, pero no sabían cómo decir. O no se atrevían. Y lo decía con una voz extraña: parecía liviana, pero dolía con precisión.

Escribir me permite seguir preguntando, incluso cuando no hay respuestas. Me obliga a mirar, a no pasar por alto lo que otros prefieren ignorar. No escribo desde la nostalgia ni desde la queja. Escribo desde el presente, con las lecciones del pasado y la mirada en el futuro. Con proyectos en marcha, con ideas que no me sueltan, con una lucidez que no ha pedido permiso para quedarse.

No pretendo decirle a nadie qué debe hacer. Pero creo que, si algo nos queda, es la posibilidad de encontrar nuestra forma de resistencia. La que se ajusta a nuestra vida, a nuestras manos, a lo que aún somos capaces de sostener. Si escribir es la mía, que así sea.

Y si quieres leer el primer capítulo de Bolivita, pulsa AQUÍ. Tal vez en sus páginas encuentres una pregunta parecida a la tuya. O una respuesta inesperada.

domingo, 25 de mayo de 2025

Bolivita: el loco que hablaba de libertad




Dicen que la locura y la ternura rara vez habitan el mismo cuerpo. Pero Bolivita nació justo ahí, en el cruce entre el delirio y la dignidad. Apareció una tarde cualquiera en La Pastora, con su espada invisible y su voz grave, citando a Bolívar como si fuera él mismo, reencarnado.

No lo planeé. Surgió de la rabia y la nostalgia, como una respuesta visceral a tantos años viendo a mi país desgarrarse en silencio.

—«La libertad, muchacho, es el derecho más sagrado que puede tener un hombre. No se hereda ni se mendiga. Se lucha. Se conquista.»—

Así hablaba Bolivita, con una solemnidad que descolocaba hasta al más cínico. Los niños lo seguían como a un héroe de fábula; los adultos lo miraban con un respeto incómodo, como si temieran que su locura fuera, en realidad, una lucidez que ellos ya habían perdido.

Él confundía, sí. Pero también iluminaba. Bolivita es ese personaje que uno no sabe si admirar o temer, porque tiene el descaro de decir en voz alta lo que muchos apenas se atreven a pensar. Su retórica está llena de frases robadas al Libertador, pero resignificadas en el presente de una Venezuela en ruinas.

En sus gestos hay algo de todos nosotros. Él representa esa Venezuela que, a pesar del hambre y el exilio, sigue creyendo en los ideales. Una Venezuela ingenua, pero no tonta. Cansada, pero no rendida. Su figura encarna el eco de quienes, en medio del delirio colectivo, aún susurran palabras como justicia, dignidad y libertad.

¿Y tú? ¿En qué momento dejaste de ser Bolivita? ¿O acaso aún lo llevas por dentro?

Si tdeseas conocer más a fondo este personaje —y todo lo que representa solo debes pusae AQUÍ📩


 

sábado, 12 de noviembre de 2022

Tres segundos para morir


 Este relato fue seleccionado para formar parte de la Antología “Los Herederos del Parnaso” 2022


Tuve la certeza de que iba a morir cuando el asaltante me sorprendió en el aparcadero y advertí que comenzaba a desenfundar un arma. De inmediato percibí la intención de disparar reflejada en su actitud decidida. En ese momento sentí que era parte de una novela y yo era la víctima necesaria.  Es sabido que, instantes antes de morir, hacemos un recuento de nuestra existencia en fracciones de segundo. El tiempo no cuenta en estos contextos y en 3, 2, 1, 0, se nos va la vida.


3

 

Mi cuerpo deja de pertenecerme y algo indefinible toma el control. Ya lo había estudiado al ayudar a mi hijo en su ponencia para la feria de ciencias, titulada: «Qué pasa en mi cuerpo cuando siento miedo»

Mis ojos envían un mensaje al cerebro, quien toma el control desplegando una frenética actividad para sacarme de apuros. Debe ayudarme a decidir entre quedarme paralizado, huir o defenderme. Creo que se decidió por la última porque mis manos, las palmas en dirección al agresor, protegen mi rostro como si un resorte las hubiera impulsado. Algunas de mis funciones corporales se detienen para darle prioridad a las esenciales en este dramático instante. La mezcla de adrenalina y otras sustancias, sumada a los impulsos eléctricos que se desatan en mi ajetreado cerebro, dilatan mis pupilas, mi piel se eriza y comienzo a sudar. Mi corazón emprende un trepidante galope, mis intestinos se distienden, prestos a evacuar su contenido, mis músculos se tensan dispuestos a la defensa y mi mente se nubla, rendida al instinto primitivo. Me maravillo de la perfección del cuerpo humano y lamento la futilidad de esa perfección ante la situación que enfrento.

En fin, mi cuerpo se apresta a la defensa, consciente de que el asaltante me lleva una ventaja enorme, producto de la sorpresa y de su experiencia en estas lides, desconocidas para mí. Parece obvio que no tengo escapatoria.


2

 

Reconozco de inmediato el revólver calibre 22, el instrumento más usado por los delincuentes. Mientras mi cuerpo sigue subordinado al instinto, un torbellino de pensamientos desalentadores acude a mi mente. ¿Por qué yo? ¿Por qué hoy, justo hoy, decidí salir más temprano? ¡Si hubiera seguido mi rutina estaría a salvo! ¡Si no hubiesen cambiado la fecha del Encuentro de Emprendedores, estaría lejos de casa! ¡Si fuese fin de semana estaría desperezándome!

Los días de semana me despierto con los acordes de «Für Elise», voy al baño, me cepillo los dientes, preparo café y tostadas para dos, converso con mi mujer mientras desayunamos, escucho las noticias en la tele y generalmente saludo a mi hijo que se levanta poco antes de irme a la oficina. Hoy no esperé por él y perdí la oportunidad de verlo por última vez. Tomo las llaves del coche y me despido con el tradicional beso de despedida. Lo confieso, no presentí nada. No pasó por mi mente que ese iba a ser el último beso.

El hecho, incontrovertible, es que salgo del apartamento alrededor de quince minutos antes de lo acostumbrado. Me arrepiento de haberlo hecho. Seguramente el asaltante se hubiera topado con otro vecino y yo me hubiera encontrado con un cadáver en el piso en lugar de ser el protagonista de esa novela. Me hago la promesa inútil de que más nunca romperé mi rutina, aunque, razono, he oído decir que es precisamente la rutina de las posibles víctimas el mejor aliado de los malhechores. En todo caso, ya no tiene sentido esta digresión, y vuelvo a mis pensamientos, que ahora se dirigen al asaltante.

Es un hombre joven, delgado al extremo, muy golpeado por la vida como se nota con claridad en las cicatrices corporales y en su mirada lejana, triste, aunque decidida. Intuyo que él es también una víctima, en cuyo caso esto no sería un asesinato sino un duelo, con alevosa ventaja, pero duelo al fin. Dos víctimas frente a frente, dispuestas una a presionar el gatillo y la otra a defenderse. Ambos, con diferentes motivaciones, luchamos por sobrevivir. Seguramente él tiene una familia. Quizás sus padres lo abandonaron y fue criado por sus abuelos. Me imagino que fue fácil presa de quienes tienen como negocio la siembra del odio en las mentes frágiles. Esta posibilidad me sobrecoge y mi corazón, que en este momento rompe todas las marcas de latidos por minuto, toma la decisión de perdonarlo. Al hacerlo, me siento mucho más calmado. Creo que mi cerebro comprendió lo inevitable, evaluó los sentimientos que acaban de aflorar de mi corazón, y ordenó una tregua.


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El arma está a la altura de mis ojos a un palmo de distancia, los dedos del atacante en el gatillo y mis manos ya protegen completamente mi rostro.

Es verdad. Todo mi pasado, cual película muda, pasa por mi mente. A pesar de la velocidad, tengo tiempo para recrear cada instante y revivir los sentimientos asociados. Me tomo incluso el tiempo para reflexionar que la vida no debería medirse en los términos que marcan los calendarios sino en la duración de los acontecimientos resaltantes. Los buenos y los malos. Los que tienen la importancia debida como para ser recreados instantes antes de pasar a otro plano. En este caso, ¿cuánto duró mi vida?, ¿diez años?, ¿más?, ¿menos? El resto del tiempo simplemente no dejó huella. Fue tiempo perdido. Tomo nota mental de esto para el caso de que en el futuro se me ocurra reencarnar en otro cuerpo. Uno nunca sabe. 

Recreo, en una paradójica mezcla de alta velocidad y cámara lenta, el momento de mi nacimiento—  el joven rostro de mi madre, ¡qué hermosa era!— la imagen de mi padre— de mis abuelos— mis primeros años— el jardín de infancia— los momentos gratos e ingratos de mi niñez— el primer día en la escuela— el día que todos aceptamos que era zurdo— las misas de los domingos— los amigos— las fiestas— las excursiones— las escapadas— los cumpleaños—  las navidades— las salidas a comer— las vacaciones en la playa o en la montaña— las veces que me monté en avión— el primer vello en el pubis— las heridas— el primer enamoramiento—los que siguieron— el primer amor— el primer beso— las primeras caricias— las visitas a los abuelos— sus funerales— la universidad— los nuevos amigos— los nuevos amores— los éxitos— los fracasos— el primer cigarrillo— el último— el primer sorbo de licor— las veces que me pasé de copas—  la graduación— el primer trabajo— el primer carro— el día que la conocí— todos los días con ella—  el día de nuestra boda— la luna de miel— nuestro apartamentico alquilado— los muebles— los adornos— los perros, siempre pastores alemanes— sus llegadas— sus despedidas— nuestro embarazo— la partida de mamá sin conocer a su nieto— la tristeza infinita de papá— el nacimiento de nuestro hijo— su infancia— su adolescencia— su vida— sus éxitos— sus fracasos— sus sueños— sus frustraciones— los amigos nuevos y todavía los viejos— mi emprendimiento— mis socios— los trámites— los impuestos— las primeras canas— los empleados— nuestra vivienda propia— mis proyectos— mis ilusiones—mis asuntos pendientes.

 

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Suena el disparo. Escucho la detonación como si hubiera salido de un lugar distante y mis manos se cubren de una sustancia tibia. Comienzo a derrumbarme y percibo que todas mis funciones corporales cesan. No siento dolor físico sino una profunda paz interior. Mi mente parece seguir funcionando y se concentra en divisar el tan mencionado túnel por donde voy a pasar a un plano luminoso. Tengo la certeza de que el juicio que estoy a punto de enfrentar será favorable.

Escucho voces, gritos, y siento unos brazos que intentan levantar mi cuerpo flácido. Abro los ojos y veo al guardia de seguridad intentando animarme. Al incorporarme, mi cerebro vuelve a tomar el control de la situación, miro alrededor y diviso al atacante tendido en el suelo, inmóvil, su cara ensangrentada. El guardia, el arma humeante en su mano derecha, me comenta algo acerca de la suerte que he tenido de que él estuviese haciendo la ronda en ese preciso momento y vio lo que estaba a punto de suceder.

El tiempo se detiene de nuevo y pierde todo su sentido. Cierro los ojos y no escucho ni siento nada. Tambaleante, me recuesto de espaldas a una columna y mi cuerpo se desliza lentamente. Me invade una maravillosa sensación de paz y vuelvo a recrear el joven rostro de mi madre, ¡qué hermosa era!, esperándome al otro lado del túnel. 

 



viernes, 1 de noviembre de 2019

Un guiño de complicidad

Este relato fue seleccionado para ser publicado en la segunda edición de la revista "Nefelismos" con lo siguiente mención:
"---habida cuenta la excelencia de sus obras, queremos otorgar una especial mención a los siguientes artistas..."

—¿Sherlock? —me abordó el extraño a las puertas del periódico.

—Para servirle —respondí con recelo.

—¡Necesito hablar con usted! —me urgió.

Intenté improvisar una excusa para evadir el inesperado encuentro cuando su contundente afirmación me sacudió.

—Le traigo un misterio sin resolver, hoy se cumplen cincuenta años —me dijo, enfatizando las últimas palabras y mirándome fijamente a los ojos.

Sin disimular mi súbito interés lo conduje al Salón de Interrogatorios, como solía llamar a la pequeña salita, austera, adornada apenas por un espejo.

—¿Gusta un café? —le ofrecí.

—No, gracias —respondió, haciendo un gesto de rechazo con su mano.

—En unos minutos regreso —me excusé y abandoné la sala.

Camino al cafetín, mis compañeros me felicitaron efusivamente y lanzaron al aire los tradicionales globos de diversos colores, que en esta oportunidad lucían un flamante «50» escrito con marcador negro, mientras entonaban alegremente el «cumpleaños feliz…». Intenté ser amable con ellos, pero mis pensamientos estaban enfocados en la historia que me esperaba.

De vuelta en la salita, el extraño, un sexagenario muy amable cuyo rostro me parecía familiar, relató minuciosamente el asesinato de sus padres, perpetrado exactamente cincuenta años atrás, en la Clínica del Oeste, justo el día que nació su hermanita.

—Nunca más supe de ella —suspiró.

Con contenido entusiasmo anotaba cada detalle del macabro suceso en mi inseparable libreta. Ya finalizando el relato irrumpió Castrico, cámara en mano, urgiéndome a acompañarlo para cubrir un suceso. Me despedí apresuradamente del extraño después de citarnos para el día siguiente, mismo sitio, misma hora. Llamé a Archivo para solicitar los ejemplares de la semana de hace exactamente cincuenta años atrás y abordé el vehículo.

Durante el trayecto me absorbieron las cavilaciones.

—¿Qué te pasa, Sherlock? —preguntó Castrico.

No contesté. Desde el reciente fallecimiento de mis padres adoptivos, él de cáncer, ella

de tristeza, había evadido la depresión refugiándome frenéticamente en mis dos pasiones: el trabajo como cronista de sucesos en el periódico y mi popular blog titulado Sherlock: misterios sin resolver. Desde la salida del blog, Sherlock se convirtió en mi popular apodo. Ya nadie me llamaba por mi nombre. También se había reavivado mi secreta obsesión por conocer mi verdadero pasado.

Volví a la realidad cuando llegamos a nuestro destino. Mi piel se erizó al constatar que era la vieja Clínica del Oeste, rodeada de policías y curiosos. En ese momento, el comisario emitía una declaración: «…minutos después del nacimiento de su hija, la pareja fue brutalmente asesinada en su habitación, en presencia de su hijo de 11 años…». Al reconocer los detalles mi corazón se desbocó y busqué afanosamente las notas recientes. ¡Se habían esfumado! Mientras, un sudor gélido recorría mi espalda, observé que trasladaban a la recién nacida envuelta en unas frazadas y al niño, su rostro me pareció familiar, caminando, ausente. Nuestras miradas se cruzaron brevemente y podría jurar que me dedicó un guiño de complicidad.

De regreso al periódico intentaba comprender los acontecimientos.

—Castrico —pregunté—, ¿tú detallaste al señor que estaba esta mañana conmigo en la salita?

—Perfectamente, Sherlock, era el hombre invisible. Allí solo estaban tú y tu libreta.

Decidí disimular mi desconcierto.

De vuelta en mi cubículo quise concentrarme pero mi mente era un torbellino. Redacté atropellada pero concienzudamente la crónica, consumí mi almuerzo en el cafetín, ensayé una sonrisa al apagar las cincuenta velas, rechacé amablemente las invitaciones para celebrar y me marché temprano. En la perfecta soledad de mi apartamento, al ritmo de 100 boleros inolvidables y una botella de vino blanco, intenté desconectarme hasta que el sueño me venció.

Apenas desperté, accedí al portal web del periódico. Al no encontrar mi crónica, llamé al periódico.

—Ibáñez —reclamé sin ocultar mi molestia—, ¿por qué no publicaron la crónica del asesinato que cubrí ayer con Castrico?

—¿Qué te pasa, Sherlock?, Castrico está de vacaciones, y creo que a ti también te hace falta tomarlas. No sé de qué me hablas.

Sin emitir palabra solté el teléfono, me vestí apresuradamente y me dirigí al periódico. Al llegar a mi cubículo encontré los ejemplares viejos que había solicitado y, de inmediato, encontré lo que buscaba en primera página: «Monstruoso asesinato en la Clínica del Oeste». Era exactamente la crónica que había redactado el día anterior en un ejemplar de hace medio siglo, refiriéndose a un suceso acaecido el día de mi nacimiento.

Instintivamente salí corriendo rumbo a la salita en búsqueda de respuestas. No me sorprendí al encontrarme allí con el extraño quien, al verme, sonrió; me dedicó un familiar guiño de complicidad y pronunció, al tiempo que me abrazaba tiernamente, mi verdadero nombre:

—¡Shirley!






Ilusiones de mármol

Algunas historias no se escriben. Se revelan. Nacen del silencio, de mirar lo que pasa mientras creemos que no pasa nada. «Ilusiones de márm...