sábado, 4 de octubre de 2025

Volver a comenzar

 Este relato fue reconocido con el Accesit en el «Tercer certamen de microrrelatos AMEIB Pachamama», Madrid, 2022.

 

EN EL OCASO DE MI EXISTENCIA decido emprender mi último ascenso a la colina de los vientos, esta vez acompañado de tu ausencia.

            Nuestro amor, nuestro proyecto nació, recordarás, como comienzan los amores de niños: Manso como la mansa brisa que acaricia mi rostro al comenzar el ascenso.  

La brisa juguetea con mi cabello al aumentar su ímpetu con cada paso, tal y como comenzó a crecer la intensidad del sentimiento que nos atrapó, todavía puro, pero aderezado con malicias infantiles, imitaciones aprendidas en la escuela de la vida.

Con los años aparecieron, tímidas, las primeras palabras de amor, las promesas, las caricias que provocaban a nuestros cuerpos como ahora lo hace la brisa, convertida en viento que de a poco me estremece, igual que la naciente pasión que comenzó a copar los sentidos de nuestros cuerpos púberes.

A medida que asciendo, el viento silbante me sacude, del mismo modo que la timidez se tornó en pasión vibrante que inquietaba nuestros cuerpos adolescentes.

Ya falta poco para llegar a la cima y me asaltan los recuerdos de aquella hoguera que se extendía sin control, mientras el viento indomable azota con fuerza mi frágil armadura. No pudimos contenerla y se desbordó, inmune a cualquier intento de nuestra razón, por el ímpetu de nuestros cuerpos jóvenes.

El amor sin pasión es incompleto y la pasión sin amor es efímera. Cuando se fusionan, producen tempestades como la que me sacude ya en el tope de la colina, y me aferro a cualquier objeto firme, recreando la intensidad con la que nuestros cuerpos adultos se entrelazaban como si en ello se nos fuera la vida.

Las tempestades suelen ir acompañadas de momentos de calma, semejantes a aquellos en que nuestro amor apasionado dio sus frutos, para luego volver a desbordarse. En uno de esos momentos de calma siento que puedo dejar de sujetarme y mantenerme en pie y comienzo el descenso, el viento reduciendo su furia en cada paso. La pasión que sentíamos también comenzaba a amainar y cada fragmento que se desprendía de ella se unía al amor, que crecía y se transformaba con el tiempo.

El viento ya es tolerable en el descenso. De esa misma forma, la pasión se aplacó y nuestros cuerpos comenzaron a distanciarse el uno del otro, mientras el amor se consolidaba y volvía a ser tímido como el viento, ya convertido en brisa que hace ondear de nuevo mi blanca cabellera.

Llegando al pie de la colina la brisa se calma, igual que el amor que nos siguió uniendo hasta el día que emprendiste un camino en solitario, con la promesa de reencontrarnos al pie de una nueva colina, distinta, misteriosa, retadora.

Ha terminado el descenso y el cansancio me rinde. Tambaleante, comienzo a caer en un remolino que me aturde y me llena de esperanzas. Antes de perder la conciencia, levanto la vista y te diviso al límite del horizonte, convertida en niña, invitándome a emprender, nuevamente, el maravilloso reto de trascender.

jueves, 7 de agosto de 2025

Las mil caras del Ávila

  El Cerro El Ávila es mucho más que una montaña: es la identidad viva de Caracas y un puente simbólico entre Venezuela, mi país natal, y España, el país que me acogió en tiempos difíciles.

Aunque su nombre original es «Waraira Repano», la versión más sólida señala que «El Ávila» proviene de Gabriel de Ávila, alférez mayor de campo que acompañó a Diego de Losada en la conquista de Caracas y fue nombrado alcalde en 1573.  Sus tierras abrazaban la montaña.  

Sin embargo, también circula la encantadora anécdota de quienes, al mirar su silueta protectora, la comparaban con las murallas de Ávila en Castilla. Entre historia y leyenda, invito a venezolanos y españoles a redescubrir juntos las mil caras de este símbolo compartido.

Este artículo fue publicado originalmente en el portal «Wall Street Internacional Magazine» en enero de 2022.

 

Las mil caras del Ávila

«Toda emoción de ser caraqueño tiene su origen en el Ávila» Alfredo Boulton

El Ávila, esa hermosa e imponente mole de 2.765 metros de altura que separa a Caracas del mar Caribe y la cobija de oeste a este, desde La Pastora hasta Petare, tiene un influjo muy especial, yo diría que mágico, sobre los caraqueños. Con frecuencia desviamos nuestra vista hacia ella y, cuando estamos lejos del terruño, la vista se desvía hacia su imagen, que invariablemente colgamos en la sala de nuestra nueva casa lejos de casa. 

El Ávila no solo es una montaña. Es mucho más. El Ávila …

… es brújula. Cuando la ves con tus ojos, sabes de inmediato dónde está el norte porque ella es el Norte. Cuando ves su imagen, o la imaginas, sabes de inmediato dónde está tu querencia.

…es pulmón y oxígeno vivificante de una ciudad que ha crecido, a veces de forma ordenada, y otras indiscriminadamente.

…es naturaleza, es flora, es fauna, a cuyos pies crece una ciudad de concreto que, a pesar de todo, ha sabido respetarla, quererla y cuidarla.

…es muralla protectora que, en retribución, cuida a la ciudad y a sus habitantes.

…es la musa de escritores y poetas que han dibujado con palabras todo lo que ella significa.

…es leyenda, es volcán, es el refugio de la gran culebra, es ola convertida en roca, es oro enterrado, es base de seres de otros mundos, es lugar de apariciones, de almas en pena, de bendiciones y también de maldiciones.

…es música. Cualquier canción alusiva a Caracas lleva al Ávila en su letra y si no, en su espíritu. Ilan Chester la inmortalizó con su pegajoso «Cerro el Ávila». Piezas como «Flores de Galipán» o «Claveles de Galipán» hacen honor al poblado avileño que riega de flores al valle.  

…es inspiración de pintores, encabezados por Manuel Cabré, «El pintor del Ávila», y tantos otros que no se cansan de plasmar en el lienzo su inconfundible silueta, sus colinas, sus verdes, sus arroyos, sus caminos que conducen al cielo.

…es imán para las cámaras fotográficas que no dejan de conseguir nuevos ángulos, nuevos amaneceres y atardeceres, nuevos matices.

…es agua pura, cristalina, que riega al valle.

…es termómetro, cada vez que el espíritu de «Pacheco» desciende a la ciudad anunciando aquello que los caraqueños llamamos frío. «¡Llegó Pacheco!», decimos cuando llega el momento de echar mano de los abrigos, sin importar el lugar donde nos encontremos.

…es ramillete de flores multicolores que Galipán nos regala a los habitantes del valle.

…es gastronomía. Con espectaculares vistas a Caracas y/o al mar, los comensales pueden degustar deliciosos platos criollos o internacionales. Solo basta contar con una 4x4 o con unas buenas botas de excursión y energía suficiente para acceder a ellos.

…es Semana Santa, anunciada por los palmeros del Ávila que bajan cada año con su carga de brotes de la palma real que se cultiva en sus entrañas.

…es Navidad, anunciada por la cruz que enciende sus luces y también el espíritu navideño de los caraqueños.

…es paraíso de excursionistas que en cada aventura descubren o recrean caminos infinitos e insospechados.

… es campo de entrenamiento de deportistas que infatigablemente tonifican sus músculos y su espíritu para prepararse contra cualquier rival.

…es refugio de enamorados que se prodigan besos y caricias sin que nadie, solo Caracas, se entere.

…es su teleférico, que acerca su cima a cualquier visitante que desee descubrir una vista alucinante en cualquier dirección a la que dirija su mirada.

…es cielo estrellado, más allá de las nubes que cubren la ciudad, que muestran al visitante nocturno la inmensidad del firmamento, inyectando en cada uno de ellos una necesaria dosis de humildad ante la visión impactante del infinito.

…es tristeza y preocupación, cada vez que el fuego destructor consume en minutos lo que tardó años en florecer. También es tragedia y desolación cuando, en contra de su voluntad, no puede retener el agua que recoge de los cielos y se desborda, llevándose por delante todo lo que encuentra a su paso.

…es como quieras llamarla: «Cerro El Ávila», «Waraira Repano», «Sierra grande», «Lugar de las dantas», «La sierra del norte», «La montaña a la mar», «El otro lado del cerro», «La montaña mágica» o simplemente «El Ávila».

…es la suma de todos sus rincones. Es Cachimbo, Clavelito, El Cortafuegos, El Hotel Humboldt, El Picacho, Galindo, Galipán, La Fila, La Julia, Lagunazo, Loma del Cuño, Loma del Viento, Los Platos del Diablo, Los Venados, Papelón, Paraíso, Pico Naiguatá, Pico Occidental, Pico Oriental, Piedra El Indio, Quebrada Chacaíto, Sabasnieves, Sanchorquiz o Camino de los Españoles, Sierra Maestra, Topo Goering, Zamurera.

…es todo eso y mucho más.

…es Caracas.

martes, 1 de julio de 2025

¿Y si fuésemos todos como Bolivita?


No hay resignación en las calles, hay una valentía discreta. Cada quien, a su modo, busca cómo resistir en un país donde el disenso se paga caro y el miedo nunca descansa del todo. En ese escenario, Bolivita no es un modelo inalcanzable: es el espejo exagerado de lo que muchos quisiéramos hacer —decir la verdad sin filtros, gritar lo que otros apenas susurran, reclamar lo que otros sólo se atreven a pensar. Él arriesga el cuerpo y la voz, mientras la mayoría —con razón— mide los pasos, calcula las palabras y cuida lo que más quiere.

Quizá no todos podamos vivir a cielo abierto como Bolivita, pero sí podemos sostener la dignidad y la esperanza en gestos mínimos y casi anónimos. Porque aquí nadie baja la guardia por comodidad: se cuida, resiste y, a pesar de todo, no deja de soñar con una Venezuela distinta. Si Bolivita se atreve a ser el “loco” de la plaza, lo hace porque su delirio es, en el fondo, una forma extrema de coherencia. Y aunque muchos lo miran de lejos —unos con lástima, otros con respeto, otros con miedo—, su figura siempre despierta algo. No es sólo un excéntrico: es la memoria viva de lo que fuimos y el recordatorio de lo que todavía podemos ser.

Bolivita no se esconde ni pide permiso. Camina sucio, descalzo, y levanta la voz donde otros bajan la mirada. Lo llaman loco, pero en ese desvarío hay una cordura incómoda: no adorna la verdad ni se resigna al silencio. Hay quien le lanza una moneda y sigue su camino, pero otros —aunque no lo admitan— se quedan escuchando. Quizás, porque en el fondo, todos tenemos un poco de esa rabia y ese sueño de libertad mal disimulado.

Los niños lo siguen, los adultos fingen no verlo, y aun así, su presencia une por un rato a la comunidad: todos alrededor del loco. Hay ternura, solidaridad sin testigos y hasta humor en la miseria. Bolivita, con sus gestos teatrales, convierte una arepa seca en banquete, un cartón en trinchera, una frase robada de Bolívar en consigna para el presente. Y aunque sus batallas parezcan absurdas, tal vez lo son menos que la costumbre de agachar la cabeza y aceptar lo inaceptable.

No estoy diciendo que nos vistamos de prócer ni que vivamos en un delirio épico. Pero sí que nos animemos a incomodar, a preguntar, a desafiar la costumbre, a cuidar la dignidad propia y la del otro, aunque nadie lo vea. Ser útiles a la patria no es cosa de héroes de bronce, sino de gente que se atreve a ser un poco como Bolivita: libres, tercos, solidarios, inadecuados para el molde. Cada quien, desde su espacio, puede resistir y sembrar esperanza. Porque la verdadera locura sería aceptar todo esto como si fuera normal. 

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Si quieres leer el primer capítulo de Bolivita, pulsa AQUÍ. Tal vez en sus páginas encuentres una ficción que te parece conocida. Si es así, coméntalo.

lunes, 23 de junio de 2025

Ilusiones de mármol

Algunas historias no se escriben. Se revelan. Nacen del silencio, de mirar lo que pasa mientras creemos que no pasa nada. «Ilusiones de mármol» es una de esas. Un texto que escribí hace un tiempo y que hoy vuelve para abrir una nueva etapa en este blog. No pretendo grandes escenarios, solo compartir miradas que tal vez, como a mí, te inviten a detenerte. Gracias por estar. Eso ya lo cambia todo.


Ilusiones de mármol

Mi mayor ilusión es seguir teniendo ilusiones. José Narosky 

Una ligera lluvia le ha dado la bienvenida al día y los caminantes abrevian su andar al pisarme. Sus pasos, más precavidos que de costumbre, no ocultan nada para mí. Tengo el don de apreciar la delicada pisada de la damisela y la gentil pisada del caballero, la humilde pisada del pobre y la ostentosa pisada del rico, la asidua pisada del vecino y la curiosa pisada del visitante, la vivaracha pisada del niño, la vigorosa pisada del joven, la equilibrada pisada del adulto y la tambaleante pisada del anciano.

Me ilusiono cuando reconozco la segura pisada de quien sabe a dónde se dirige.

Durante mi existencia —voy para dos siglos— he soportado estoicamente el paso de millones de seres de todas las razas, religiones, ideologías y condición social. Puedo captar, por la intensidad de las pisadas, si el caminante es de izquierda, de derecha, o de cualquiera de sus matices. Percibo la aristocrática pisada del noble, la rigurosa pisada del magistrado, la lenta pisada del burócrata, la ambigua pisada del candidato, la elocuente pisada del parlamentario y la marcial pisada del militar.

Me ilusiono cuando reconozco la íntegra pisada de quien es honesto en sus intenciones y en su proceder.

Podrás encontrarme cuando ingreses a la Plaza Mayor por la entrada sur. Soy el tercer escalón. Si me observas con atención notarás que estoy revestido de mármol gris y si decides investigar descubrirás mi origen mediterráneo. Soy un producto de la imaginación y del esfuerzo de muchas personas que aportaron sus diferentes conocimientos y habilidades para hacerme una realidad. Soy capaz de advertir la abnegada pisada del médico y la desprendida pisada de la enfermera, la meticulosa pisada del contable y la calculadora pisada del ingeniero, la diligente pisada del ejecutivo y la ruda pisada del obrero, la astuta pisada del comerciante y la convincente pisada del vendedor, la bohemia pisada del artista y la laboriosa pisada del artesano, la piadosa pisada del sacerdote y la sabia pisada del maestro.

Me ilusiono cuando reconozco la esmerada pisada de quien gusta de hacer bien lo que hace.

He sobrevivido a tres remodelaciones, varios temblores y dos terremotos, a miles de protestas, numerosas revueltas populares y decenas de gobernantes. Puedo adivinar las intenciones de los andantes y así identifico la huidiza pisada del ladronzuelo, la escalofriante pisada del asesino, la falsa pisada del estafador, la desleal pisada del traidor, y también la generosa pisada del filántropo y la ejemplar pisada del virtuoso.

Me ilusiono cuando reconozco la inspiradora pisada de quien hoy decidió hacer, o seguir haciendo, el bien a sus semejantes.

No me afecta el clima de la naturaleza, pero sí el que emana del sentir de los caminantes solitarios. Reconozco la melancólica pisada del pesimista y la eufórica pisada del optimista, la atormentada pisada del que sufre y la alegre pisada de quien es feliz, la rencorosa pisada del resentido y la desinteresada pisada del agradecido, la nostálgica pisada de quien añora y la idealista pisada del visionario.

Me ilusiono cada vez que reconozco la sosegada pisada de quien se encuentra en paz consigo mismo.

Soy consciente de que un solo escalón no hace una escalera. Me entusiasman los transeúntes que comparten su andar y puedo diferenciar la despreocupada pisada de los colegiales y la vivaz pisada de los universitarios, las atléticas pisadas de los deportistas y las rítmicas pisadas de los músicos, la encubridora pisada de los compinches y la etérea pisada de los enamorados.

Me ilusiono cada vez que reconozco la fraternal pisada de quienes, juntos, dan un aporte positivo a la sociedad.

Acabo de soportar la autoritaria pisada del poderoso. Comentaba a sus acompañantes de servil pisada su decisión de reconstruir completamente la plaza para adecuarla a los tiempos modernos. Percibí entonces cómo avanzaban, presurosas, las codiciosas pisadas de los contratistas.

No sé si podré volver a ilusionarme.

lunes, 16 de junio de 2025

No es una historia, son tres espejos

Un viaje a lo que somos, contado sin etiquetas, sin discursos, con humanidad.

No escribí Bolivita para definir a Venezuela. Tampoco para ofrecer respuestas. Lo escribí para poner sobre la mesa una muestra honesta —y un tanto incómoda— de lo que seguimos siendo cuando el ruido baja y queda lo esencial. A través de tres relatos —Bolivita, Hasta que alcancen las lechugas y Valió la pena— intento reflejar, con lo que tengo, una venezolanidad que no grita ni posa. Una que se vive. Que duele. Que sobrevive. Una venezolanidad hecha de calidez, resiliencia, afecto desbordado... pero también de contradicciones que nos interpelan.

En el primer relato, Bolivita, quise colocar al centro una figura que perturba: un hombre que muchos llaman “loco”, pero que guarda una coherencia íntima que otros ya han perdido. En su andar errático y su discurso vibrante hay una necesidad profundamente reconocible: la de hablar, incluso cuando ya nadie quiere escuchar. Pero él no está solo. Diógenes lo observa, lo deja entrar, se transforma. Luisana acompaña sin pedir foco, como tantas mujeres que han sostenido casas, historias y esperanzas. Y los niños… los niños escuchan. Ellos aún pueden. Y no están solos: los adultos, desde los bordes, observan en silencio. Algunos cruzan los brazos, otros apartan la mirada, pero casi todos —en su manera discreta— se hacen presentes. Hay respeto y solidaridad, incluso ternura. Porque algo en ese "loco" los interpela, los conmueve, los obliga a quedarse. Como si reconocieran, en su delirio, una verdad que no se atreven a nombrar. Cada uno representa algo que reconozco en nosotros: resiliencia, creatividad, memoria que se traspasa sin manuales. Esa manera de hallar sentido incluso en el caos —a veces con humor, a veces con ternura— dice mucho de quiénes somos.

Hasta que alcancen las lechugas es otra cosa. Más íntimo. Más doméstico. Carmen, la protagonista, es alguien que aprendió a no mostrar lo que siente. Pulgarcito, su inseparable mascota, dice por ella lo que no se atreve a decir. Y eso no es menor: los cuerpos —incluso los de los animales— a veces son más elocuentes que las palabras. Anselmo está, como tantos hombres que aman sin ruidos. Ernesto aparece, como el amigo que no hace falta llamar. Y Arquímides, ambiguo pero humano, deja ver que incluso en los márgenes hay códigos. Lo que busqué aquí fue dejar constancia de esa fuerza callada, de esa solidaridad que no necesita testigos. También del ingenio que, aunque nace de la escasez, termina siendo parte de nuestra identidad.

Valió la pena, el tercero, me permitió imaginar el después. No un después glorioso, sino uno real: con cenizas, con pausa, con ganas de compartir sin muchas explicaciones. Diez años después de un giro que no describo, los personajes, anónimos como cada uno de nosotros, simplemente están. Algunos se ríen, otros se abrazan. Todos cargan algo. Y eso también somos. Una comunidad que, aunque rota, se sienta junta cuando puede. Aquí intenté decir sin decirlo que también sabemos reconstruirnos. Que la nostalgia, aunque a veces nos atrapa, puede también darnos el impulso para seguir.

Al analizar los personajes que fueron saliendo, sin buscarlos, de mi imaginación, me di cuenta de que ellos iban revelando, uno a uno, una forma de estar en el mundo que no se aprende en libros. Está en la manera en que se relacionan, en cómo sobreviven al desencanto, en cómo cuidan lo que queda. La suma de sus gestos, de sus vacíos, de sus decisiones, es lo que he entendido como venezolanidad. No idealizada. No heroica. Humana. Compleja. A veces contradictoria. A veces demasiado inclinada a la improvisación, al “resolver” sin mirar consecuencias. Pero siempre viva.

No escribí Bolivita para explicar a Venezuela. Pero si al leerlo alguien se reconoce —aunque sea en un detalle, en una mirada, en una reacción— entonces valió la pena. Si sirve para quienes están lejos y quieren volver, aunque sea por unas páginas. Si ayuda a quienes buscan literatura venezolana contemporánea sin adornos ni disfraces. Si acompaña a quienes sienten que los relatos del exilio venezolano también ocurren adentro, en la sala de su casa. Si alguien lo encuentra entre los tantos libros sobre Venezuela y decide quedarse porque hay verdad en lo pequeño, entonces tiene sentido.

No es un libro perfecto. No lo pretendí. Pero está escrito desde lo que duele, desde lo que se ama, desde lo que aún importa. Desde eso que, sin decirlo a gritos, sigue diciendo: esto también es ser venezolano.

lunes, 9 de junio de 2025

La política como escenario de la ficción

A veces uno ve las noticias y se pregunta si está viendo una película de bajo presupuesto o una tragicomedia nacional. El problema es que la función no termina nunca, y los actores siguen improvisando sobre un guion que parece eterno. Promesas que se esfuman como humo, versiones oficiales que mutan según convenga, héroes de cartón que acaban siendo villanos, y una audiencia —nosotros— que aplaude, se indigna o simplemente se va a dormir resignada.

Bolivita nació de esa sensación. No como personaje, sino como espejo. Un reflejo distorsionado pero reconocible de lo que pasa cuando la política deja de ser gestión y se convierte en narrativa. Y no una buena narrativa, no. Más bien una de esas que se escriben a toda carrera, sin coherencia, con personajes que cambian de motivaciones de un capítulo a otro.  

Cuando escribí «Bolivita», no estaba inventando un mundo nuevo. Estaba transcribiendo lo que ya había visto, lo que otros han vivido, lo que aún seguimos atravesando. No es solo Venezuela —aunque claro, ese fue mi punto de partida—. Es un fenómeno que se repite: cuando el poder se siente intocable, la verdad se vuelve opcional, y la realidad se convierte en decorado.

Lo irónico es que la ficción, la buena ficción, al menos se esfuerza por tener lógica. El absurdo, en cambio, tiene licencia de Estado. En Bolivita hay locura, sí, pero también lucidez disfrazada. Un personaje que se cree prócer y acaba diciendo verdades que nadie se atreve a soltar. Porque a veces solo los “locos” tienen permiso para hablar claro.  

Y ahí está el detalle: esta ficción no vive en las páginas de un libro. Vive en la calle, en la bodega, en la cola para el pasaporte, en el celular que no carga. Son historias que sangran, que duelen, que cargan apellido y número de cédula. Afectan familias, desgarran trayectorias, destruyen futuros. No hay nada más real que eso.  

«Hasta que alcancen las lechugas» y «Valió la pena» completan ese mapa de lo cotidiano convertido en fábula amarga. No hacen denuncias explícitas, pero quien haya vivido el exilio, la censura, la desesperanza, sabrá reconocer los códigos. Son cuentos, sí, pero no se leen con ligereza. Porque detrás de cada línea hay una vida, y detrás de cada silencio, una omisión con consecuencias.  

Escribo porque me niego a aceptar que el olvido gane. Escribo porque las historias también son resistencia. Y porque en esta tragicomedia que nos tocó vivir, a veces hace falta una voz que diga lo obvio, aunque duela.

Y si todo esto parece una ficción, es porque la realidad, en ocasiones, ya no da para más. 

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lunes, 2 de junio de 2025

Escribir para resistir


La primera versión de Bolivita la comencé a escribir en Caracas, una noche en que se fue la luz. La batería de la laptop estaba intacta, recién cargada, y sabía que tenía poco más de una hora por delante. En ese silencio forzado, donde cada sombra parecía una advertencia, abrí el archivo y empecé a escribir sin calcular nada. No era inspiración, era urgencia. Como si me estuvieran apagando todo, menos la voluntad. Sentí rabia, claro. Pero también una lucidez rara, de esas que llegan cuando te das cuenta de que escribir no es una opción: es una forma de resistir. Esa noche avancé más que en muchas otras, como si el apagón, en lugar de oscurecerlo todo, hubiese dejado al descubierto lo que no podía callarme más.

Desde entonces he seguido escribiendo. A veces con más calma, otras con ese impulso que uno no elige, pero que tampoco puede detener. Escribir se ha vuelto mi forma de resistir. No como bandera, ni como refugio. Como quien respira porque aún está vivo.

Cada quien enfrenta los tiempos oscuros a su modo. Algunos lo hacen de cara al poder, arriesgando su vida por una causa. Otros apenas logran mantener su casa en pie, su ánimo a flote, sus palabras limpias. Todo eso importa. Cada gesto cuenta. Porque resistir no siempre es confrontar: a veces es sostener lo que aún vale la pena. Y en ese gesto pequeño, cotidiano, también hay coraje.

Yo he elegido escribir. No porque crea que eso lo resuelve todo, sino porque me ha permitido no resignarme. Porque en las palabras he encontrado una forma de ordenar lo vivido y, a veces, de transformarlo. Bolivita nació así: no como un personaje, sino como una necesidad. Decía lo que otros pensaban, pero no sabían cómo decir. O no se atrevían. Y lo decía con una voz extraña: parecía liviana, pero dolía con precisión.

Escribir me permite seguir preguntando, incluso cuando no hay respuestas. Me obliga a mirar, a no pasar por alto lo que otros prefieren ignorar. No escribo desde la nostalgia ni desde la queja. Escribo desde el presente, con las lecciones del pasado y la mirada en el futuro. Con proyectos en marcha, con ideas que no me sueltan, con una lucidez que no ha pedido permiso para quedarse.

No pretendo decirle a nadie qué debe hacer. Pero creo que, si algo nos queda, es la posibilidad de encontrar nuestra forma de resistencia. La que se ajusta a nuestra vida, a nuestras manos, a lo que aún somos capaces de sostener. Si escribir es la mía, que así sea.

Y si quieres leer el primer capítulo de Bolivita, pulsa AQUÍ. Tal vez en sus páginas encuentres una pregunta parecida a la tuya. O una respuesta inesperada.

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  Este relato fue reconocido con el Accesit en el «Tercer certamen de microrrelatos AMEIB Pachamama», Madrid, 2022.   EN EL OCASO DE MI ...