No hay resignación en las calles,
hay una valentía discreta. Cada quien, a su modo, busca cómo resistir en un
país donde el disenso se paga caro y el miedo nunca descansa del todo. En ese
escenario, Bolivita no es un modelo inalcanzable: es el espejo exagerado de lo
que muchos quisiéramos hacer —decir la verdad sin filtros, gritar lo que otros
apenas susurran, reclamar lo que otros sólo se atreven a pensar. Él arriesga el
cuerpo y la voz, mientras la mayoría —con razón— mide los pasos, calcula las
palabras y cuida lo que más quiere.
Quizá no todos podamos vivir a cielo abierto como Bolivita, pero sí podemos sostener la dignidad y la esperanza en gestos mínimos y casi anónimos. Porque aquí nadie baja la guardia por comodidad: se cuida, resiste y, a pesar de todo, no deja de soñar con una Venezuela distinta. Si Bolivita se atreve a ser el “loco” de la plaza, lo hace porque su delirio es, en el fondo, una forma extrema de coherencia. Y aunque muchos lo miran de lejos —unos con lástima, otros con respeto, otros con miedo—, su figura siempre despierta algo. No es sólo un excéntrico: es la memoria viva de lo que fuimos y el recordatorio de lo que todavía podemos ser.
Bolivita no se esconde ni pide
permiso. Camina sucio, descalzo, y levanta la voz donde otros bajan la mirada.
Lo llaman loco, pero en ese desvarío hay una cordura incómoda: no adorna la
verdad ni se resigna al silencio. Hay quien le lanza una moneda y sigue su
camino, pero otros —aunque no lo admitan— se quedan escuchando. Quizás, porque
en el fondo, todos tenemos un poco de esa rabia y ese sueño de libertad mal
disimulado.
Los niños lo siguen, los adultos
fingen no verlo, y aun así, su presencia une por un rato a la comunidad: todos
alrededor del loco. Hay ternura, solidaridad sin testigos y hasta humor en la
miseria. Bolivita, con sus gestos teatrales, convierte una arepa seca en
banquete, un cartón en trinchera, una frase robada de Bolívar en consigna para
el presente. Y aunque sus batallas parezcan absurdas, tal vez lo son menos que
la costumbre de agachar la cabeza y aceptar lo inaceptable.
No estoy diciendo que nos vistamos
de prócer ni que vivamos en un delirio épico. Pero sí que nos animemos a
incomodar, a preguntar, a desafiar la costumbre, a cuidar la dignidad propia y
la del otro, aunque nadie lo vea. Ser útiles a la patria no es cosa de héroes
de bronce, sino de gente que se atreve a ser un poco como Bolivita: libres,
tercos, solidarios, inadecuados para el molde. Cada quien, desde su espacio,
puede resistir y sembrar esperanza. Porque la verdadera locura sería aceptar
todo esto como si fuera normal.
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